Aquí estoy, rodeado por mis amigos, gente respetable con creencias firmes en la ciencia y el método científico, gente que no se deja convencer por habladurías y que me miran con cara de incredulidad y de lástima mientras les cuento lo que me ha sucedido, una historia fantástica a la par que increíble que me ha tenido ocupado durante la última semana.
Estamos sentados en la sala de fumar, cada uno de nosotros tiene una cerveza negra bien fría.
Les cuento con tranquilidad lo que me ha pasado y ellos muestran un aparente interés, pero yo no puedo evitar pensar que lo mantienen por lo magnético y fantasioso de la historia, pero no me toman en serio, se burlan de mí, piensan que lo hago por entretenerles, o quizá que estoy loco. Es posible que los mozos celadores del manicomio municipal se estén acercando en este momento.
No puedo evitar relatar mi historia con profunda intensidad y con certera creencia de que efectivamente sucedió. No puedo evitar hablarles de ello muy concentrado y enfrascado en mi propia historia, eso es lo que les hace mantenerse alerta y considerarme un loco, un bufón o un niño.
Hace una semana me senté en esta misma sala a tomar el té. Hace tiempo que dejé de fumar, por eso ya solo uso la sala del tabaco para tomar el té los domingos. Dejé de fumar porque me levantaba tosiendo todas las mañanas y porque mis mocos habían perdido su color verde habitual para vestirse de luto y a parecer ante mí negros como el carbón. Como el carbón en el que se estaban convirtiendo mis pulmones. Ahora puedo decir además que me alegro de haber dejado de fumar porque mis pulmones han sido muy necesarios en esta última semana.
Como digo, estaba sentado dispuesto a tomar el té que mi ama de llaves prepara para mí cada domingo. Esa mujer es como de la familia, quizá por eso siempre pasa por alto mis instrucciones. Prepara el té más caliente de la ciudad, y yo odio las bebidas demasiado calientes porque siempre tardo una eternidad en bebérmelas. Soy un hombre impaciente y no soporto plantarme delante de mi taza de té durante media hora hasta que me atrevo a pegar el primer trago.
Todo el mundo sabe que el té se enfría tomando la cuchara y sacando a pasar pequeñas cantidades de líquido. También surte efecto darle vueltas, cuanto más deprisa mejor. A veces la taza viene demasiado llena como para hacerlo con mucha energía, pero esta vez no estaba hasta arriba. Así que pude tomar mi cuchara y voltear con todas mis fuerzas. Giré la muñeca, el brazo, la cuchara, pensaba que giraría yo también, por un momento temí levantarme como las hélices de un helicóptero y clavarme en lo alto de mi techo y pasar al piso inmediatamente superior, y después al siguiente, y al siguiente, y así, sin parar hasta que hubiera atravesado el tejado y hubiera seguido ascendiendo hasta el cielo y a través de las nubes hasta el espacio sideral, agarrado a mi taza de té caliente.
Pero en lugar de eso me vi absorbido por el remolino resultante. Toda la fuerza que yo presuponía hacia arriba me arrastró inevitablemente hacia el fondo de la taza y, sin poder evitarlo, me vi abocado con cuchara y todo al fondo de un mar de té en el que yo no era más que una pequeña mota minúscula. La fuerza que mi giro produjo en el agua obró el milagro, allí estaba yo, pequeño como una molécula, sumergido hasta la cabeza en un océano de té templado. Gracias a Dios, los bríos proporcionados al brebaje lo había enfriado lo bastante como para que mi reducido cuerpo aguantase la temperatura y no me derritiera.
A veces, una corriente de aire caliente proveniente de lo más profundo y cálido de mi mar me elevaba hacia el borde de la taza, pero sin esperanza de poder agarrarme a él, rodeado de vapores de té, excitado y nervioso por mi nueva condición. Luego caía con violencia, una vez que el influjo de la nube ascendente había desaparecido, precipitándome de nuevo al mar de té del que había salido.
Durante horas aguanté flotando en aquel mar. Me agarraba y me escudaba como podía en la espuma resultante que gobierna el centro del elemento en el que me encontraba. Dicen los cocineros que esa espuma que se produce en un líquido hervido está cargada de impurezas. De hecho tienen razón. Pequeños granos de tierra estaban rodeados de una espuma blanca, igual que la que forman las olas al chocar contra los acantilados de Dover. Apenas aguantaban a flote en este mar infuso, pero yo me aferraba a ellas como un naufrago a su tabla. Durante unos segundos conseguían desahogar mis fuerzas y me permitían recuperar la circulación en las piernas, librándome de un calambre que, a buen seguro habría resultado fatal.
Angustiado veía como cada vez había menos granos de azúcar y piedras alrededor de mí, cada vez veía con más temor y con mayor y atenazante pánico como mis reservas de piedras y porquería se veían reducidas a la mitad cada minuto. Finalmente me vi sujeto al último grano que quedaba, rodeado de una espuma blanca que apenas podía sustentarme.
Cuando se hundió por sorpresa me vi sumergido bajo las aguas, pero me quedaron fuerzas para salir a flote. Durante horas aguanté como pude flotando en el agua, tratando de ahorrar mis fuerzas y de racionar mis esfuerzos. Aguante mucho tiempo a flote, pero sin ninguna esperanza.
Es evidente que una persona que flota a la deriva en medio del océano solo puede encomendarse a dos cosas. Una, que la marea le lleve a tierra firme y acabar en una isla desierta o, en el mejor de los casos, en una isla poblada por habitantes hospitalarios. Dos, que una embarcación pase lo bastante cerca como para reparar en su presencia y saber evaluar su situación comprometida, y que le rescaten. Creo que no hace falta que explique que no aspiraba a ninguna de las dos cosas. En una taza de té no hay islas, y mucho menos embarcaciones.
Aguanté todo lo que pude, de verdad, pero al final me vi vencido por las circunstancias y vi como mi cuerpo se adentraba en un agua ocre llena de teína y excitantes que me habían mantenido lo bastante activo como para aguantar hasta entonces.
No podréis creer lo que vi en mi viaje subteíno, no puedo creerlo ni yo, y eso que me vi en esta situación maravillosa e increíble. El mar del té está lleno de vida. No es un mar inerte, ocre y aburrido, es un mar nutritivo del que se alimentan multitud de seres muy especiales y fantásticos. Peces de color marrón nadaban en sus aguas. Puede que antes no hubiera reparado en su presencia por mi propio nerviosismo, pero ahora que estaba apunto de ahogarme y que había perdido toda esperanza, si es que la tuve en algún momento, podía contemplarlos en su esplendor.
Son peces preciosos, muy bonitos y que se camuflan muy bien, adaptados a su medio como pocas especies. Por eso nosotros no los vemos, porque son de un color idéntico a su mar. Pero les aseguro que si se acercan lo bastante a su taza podrán comprobar como nadan en bancos de enorme tamaño. Son más bien como truchas, pero no tienen bigotes, sino ojos perfectamente desarrollados y que les permiten navegar con destreza de marinero. Son como truchas pero con unas aletas muy pequeñas, porque no tienen que cubrir grandes distancias. Son como truchas, pero no tienen las escamas plateadas, ni resbaladizas. Sus escamas son como de terciopelo, pero de terciopelo marrón, como el que se usa para cubrir los estuches de los instrumentos musicales.
También había pequeñas tortugas de color ocre, idéntico, pero con las pezuñas amarillas. Ambas especies guardaban un asombroso equilibrio, ninguna de las dos se atacaba o mantenía disputas. Apuesto a que vivían y se alimentaban gracias a las impurezas del propio té, pero no a las que flotan en la superficie, sino a las que le dan al té su propia naturaleza, las que provienen de las hierbas que sirven para prepararlo. Esto me hizo pensar que no era necesario semejante adaptación al medio. Solo había visto dos especies en este mar y parecían convivir en paz. No es necesario especializarse si no tienes un enemigo, las guerras ayudan al desarrollo porque se hace acuciante y necesario, del mismo modo, los depredadores azuzan a la evolución para dotar a sus hijos de mejores armas para afrontar una lucha desigual.
Pensar que algún pez más grande que no había visto nadaba en estas aguas no me hacía estar precisamente tranquilo, pero en realidad ya no importaba, todo estaba perdido.
Pero de pronto, una corriente me empujó primero hacia delante, y luego hacia atrás. En un primer momento me vi muy sorprendido, pues este mar, carece de mareas cuando nadie le da vueltas. Pero enseguida mis peores temores tomaron la forma de una gran ballena ocre que había pasado desapercibida para mí. Abrió su gran bocaza y se dispuso a engullirme rodeado de pececillos ocres. Estos intentaron huir, pero sus pequeñas aletas no les permitían realizar los eléctricos movimientos necesarios para semejante proeza, así que me vi en un segundo dentro de las fauces de ese monstruoso animal ocre, semejante a una ballena blanca pero de un color ocre intenso, rodeado de pececillos desahuciados.
Perdí el conocimiento, pero para mi sorpresa, no perdí la vida. Me desperté en penumbra, pero vivo. Empapado de té, con un olor horrible y agotado de luchar. El interior de la ballena era húmedo, el té me llegaba hasta las rodillas, pero podía respirar. Me había concedido una tregua. Estaba vivo y podía luchar por salir de allí.
Alentado por la sorpresa me puse a urdir un plan que me permitiría regresar con los míos. Es cierto que estaba en el interior de una ballena del té, rodeado de un mar templado que mi ama de llaves había preparado, pero se puede estar en sitios peores, siempre he odiado estar sentado delante de un examen que no he estudiado.
Me propuse acabar con todo esto de la manera más lógica. Lo normal para acabar con el té, lo que todos hacemos y para lo que ha sido creado. Beber y beber hasta que has acabado con todo. Pero para llevar a cabo mi desesperado y descabellado plan primero debía salir de aquella inmensa criatura.
Sabía que las ballenas blancas tienen un orificio en su lomo para evacuar agua, no sé ni para que sirve ni como funciona, pero mi última esperanza era que esta ballena estuviera dotada del mismo agujero. Estaba seguramente en la cola, solo tenía que remontar la ballena hasta la cabeza, unos 10 o 12 nuevos metros de enano. Mis piernas caminaban sobre un terreno inestable y tierno, no explorado por nadie antes y lo bastante agotador como para hacerme perder el equilibrio varias veces.
No tenía luz, solo mi instinto me guiaba por su estómago, intestino, pulmones y demás órganos vitales. Tras horas de viaje, o por lo menos eso me apreció, alcance las barbas de la ballena, esos pelos enormes como sogas que sustituyen a los dientes de los animales carnívoros y que habían dado saludable y preservante cuenta de mí.
Trepé a través de ellos, bañado periódicamente por oleadas de infusión que entraban por la boca del animal. Pero me mantuve firmemente agarrado, convencido de que era justo lo que tenía que hacer para salir con bien de aquel fregado. Alcancé una cavidad en la cabeza del mastodonte y me puse a palpar como un loco en busca del orificio. No hizo falta, la cavidad se llenó en un segundo y las paredes se hundieron y se abrazaron para expulsar el líquido a una presión notable a través de un agujero por el que salí a duras penas, contraído e intentando ocupar el menor espacio, por si acaso.
De nuevo estaba rodeado de ese mar cobrizo que tanto me gustaba cuando medía un metro y ochenta centímetros.
No quise dilatar por más tiempo mi precaria situación y comencé a beber como no lo había hecho nunca. A pesar de mi tamaño me vi sorprendido por una capacidad inusitada para beber sin parar cantidades monstruosas de té.
Me hinché como un globo, salí a flote, y solo anteponiendo mi cabeza a mis pies logré sumergirme lo bastante como para seguir bebiendo. El nivel de la taza descendía lenta pero constantemente y por fin mis esfuerzos comenzaban a dar sus frutos. Ya había logrado beber media taza y no veía que mi ansia tocara fondo y ni mucho menos mi determinación. Y así, convencido de que acabaría bebiéndome aquella taza entera llegué a las tres cuartas partes. Las ballenas se dieron un último festín, los pequeños peces y las tortugas estaban cada vez más juntos gracias al descenso del nivel de sus aguas, y las ballenas encontraron en ellos una presa fácil.
Yo, por mi parte, cada vez era más grande, había crecido lo bastante como para llenar por mí mismo media taza, y cada vez me quedaba menos por beber. Ya no estaba sumergido como antes, ahora era algo así como un borracho intentado beberse una bañera de Whiskey.
Un último estirón me permitió beberme la taza completa y aumentar mi tamaño hasta mis añorados “metro y ochenta centímetros”. La taza reventó, y con ella, mis pequeños amigos ahora de un tamaño inapreciable, pero ningún líquido se derramó sobre la mesa en la que ahora estaba sentado porque todo estaba en mi estómago.
Aliviado por haber salido con vida sentí, sin embargo, unas ganas horribles de ir al baño y mear todo lo que había bebido.
Dos días, con sus dos noches, estuve de pié delante de la taza de mi retrete. Me temblaban las piernas, pero aquel torrente no acababa nunca. Mi ama de llaves estaba muy preocupada, pero yo le gritaba a través de la puerta cerrada que todo estaba bien y que no hiciera otra cosa que alegrarse por mí, porque por fin estaba a salvo.
Y ahora estoy aquí sentado, delante de todos vosotros, contándoos lo que ha sido para mí una carrera frenética por la supervivencia, pero también un viaje hermoso lleno de prodigios y de maravillas que me hecho amar el té con más fuerza si cabe, aunque ahora lo beba un poco más caliente que antes con tal de no darle vueltas.
- A ver si lo he entendido. ¿Pretendes que nos creamos todo eso? Hombre, me parece un entretenimiento fantástico, pero pretender que un adulto se lo crea es algo más que eso, es un acto de fe, o más bien de locura.
Estas palabras son las últimas que oigo mientras unos mozos, de uniforme blanco y brazos como troncos de roble, me sujetan por detrás y me arrastran fuera de la estancia sin que yo oponga resistencia. Una vez que me han metido en su furgoneta, me enfundan una camisa muy extraña, cuyas mangas se atan mediante correas de cuero a la espalda, impidiéndome cualquier movimiento con los brazos. Supongo que ni yo mismo acabo de creérmelo. Puede que sea cierto, es un acto de fe, o más bien de locura pretender que un adulto se lo crea.
Y tú, ¿Tienes fe? ¿O volverás a voltear tu té antes de darle el primer trago?
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No podía faltar. Conseguí ésta historia en el blog de mi padrino que, además, es una gran persona. De dónde lo sacó él, es un misterio para mí. Álvaro, va por tí.